jueves, 13 de enero de 2011

Aluros de plata I

Luna es mi cámara. Una Nikon D5000 con objetivo intercambiable para ser exactos. A veces Luna disfruta la compañía de uno de sus mejores amigos: Tally (sí, como la luz tally de las cámaras de televisión en estudio). Tally es un lente Tamrom con distancia focal variable de 70-300 mm y macro.

Cuando ambos amigos se juntan y salen a capturar imágenes, un momento inigualable sucede. El obturador es sólo el primer paso para desencadenar una reacción de estupefacción y alegría inigualable desde que mido la luz ya sin que un fotómetro sea necesario hasta cuando por fin leo el histograma de mis fotos en Lightroom.

Mi softbox casera no sería nada sin una luz de jardín convencional. Sin embargo, he de confesar que aún las Lowell me quitan el sueño. Aun y cuando sólo sean de 500 watts. Y ni hablar de una linda maleta de ARRI con bastantes filtros CTO y CTB y unos cuantos difusores y gelatinas variadas con rebotadores de cinco lados. Pero es que al fin y al cabo, ¿qué más necesitas para hacer magia? Con el sol te basta :)

Si el momento es propicio, mi pequeña Olivia me acompaña. Su vejez no le impide capturar las imágenes más bellas aun con aire setentoso. Y cuando juntas nos vamos a las inmediaciones de la cámara obscura es cuando verdaderamente echamos a volar nuestras ilusiones más estentóreamente.

Primero tomo mis precauciones. Luz de seguridad, sellar la entrada, preparar mis carretes y tanques. Luego ya todo es conocido. Apagar la luz traicionera y encerrarme en la oscuridad. Solo yo con Olivia y sus grandiosos secretos escondidos en la película 135. Saco la película de su contenedor. Me valgo de un abrelatas, o tal vez solo de un cuchillo. Ya todo depende de la experticia. Luego, como si fuese un momento único y especial, cuidadosamente tomo ese preciado tesoro por los bordes. Lo toco lo menos posible. No quiero ensuciarlo con mi mortalidad. Y entonces, hago un corte redondeado por su extremo. Y allí, con cautela y mano hábil, introduzco la película en el carrete y enrollo en sentidos opuestos. Ya está listo, mi tesoro está bien preservado dentro del carrete.

Ahora lo coloco en el tanque. Le pongo otro carrete encima que está vacío porque por este día no tengo más historias que contar. Sello mi tanque y empieza lo divertido. Primero el revelador. Lo llenas sin que se derrame. Y bates, bates, bates. Reposo. Bates, bates, bates. Reposo, bates, bates, bates.

Cada vez en el reposo das dos golpecitos suaves contra la batea. Sólo por el tema de las burbujas de aire tan odiosas. Luego, a enjuagar. El agua corre y corre, limpia y pasa su mano pura por los restos de revelador impregnados en mi preciosa película. Ahora es el turno del fijador. Lo lleno, sin derramar. Y bato, bato. Reposo, golpecitos. Bato, bato, bato. Reposo, golpecitos. Bato y bato. Enjuago. El agua se divierte entrando por el tanque a su antojo. Mucha agua por doquier. Luego ya todo se ha acabado. No, en realidad no. El último toque, el Photoflo. Una gotita es suficiente para cumplir su cometido. Impedir que el malvado polvo se asiente sobre los fotogramas de la película y aparezca en mi ampliado. Luego, más y más agua. Aquí viene otra parte divertida. Aparece un centenar de burbujitas, mucha espuma que sale a borbotones del tanque como si se tratase de un volcán en plena erupción. Luego de tanta agua a raudales. La espuma se cansa de aparecer y se aplaca con sutileza, mezclándose con el agua.

Ya está hecho. Si todo estuvo bien y los tiempos de batido y reposo fueron los correctos, la hermosa película debe haber revelado su interior oculto hasta entonces a mis ojos ávidos. Saco el carrete del tanque y extiendo la película a la luz. Efectivamente, allí está. En medio de las pocas gotitas de agua, está la prueba de mi sagacidad. Mi ojo está allí. Mi visión. Mi persona. Yo estoy allí.

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